Mons. Manuel Ureña El 1 y el 2 de noviembre son días de esperanza, días en los que centramos la mirada en los santos del Cielo, en aquellos que ya disfrutan para siempre de la presencia y de la visión de Dios; y también en aquellos que, habiendo muerto en gracia, no son todavía dignos de la contemplación del rostro divino, pero esperan con esperanza cierta llegar a serlo pronto.
Los primeros son los bienaventurados del Cielo, todos aquellos, ángeles y personas humanas, hombres y mujeres, que vivieron la vida fieles a Dios y fueron encontrados justos en la prueba.
El vidente del Apocalipsis describe a los bienaventurados como una muchedumbre inmensa que nadie podía contar, una muchedumbre procedente de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas (cf Ap 6, 9 y ss.), e integrada también por los ángeles que no fueron seducidos por Satanás y permanecieron fieles a Dios (cf Ap 12, 8-10).
Pues bien, la Iglesia militante y la Iglesia purgante caminan hacia la patria celestial, hacia la casa en donde los bienaventurados moran ya con Dios. Y caminamos hacia el Cielo porque estamos llamados por Dios a él. Esta llamada, que atraviesa totalmente nuestro ser, es la que crea en nosotros el recuerdo de los santos, el deseo de gozar de su compañía, el ansia de llegar a ser, como dice san Bernardo, “conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires, con la asociación de los confesores, con el coro de las vírgenes…”.
“Despertemos, pues, hermanos – concluye San Bernardo -. Resucitemos con Cristo, busquemos los bienes de arriba, pongamos nuestro corazón en los bienes del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma”.
Pero, si queremos llegar a Dios, si deseamos realmente gozar para siempre con los santos en la gloria del Padre, tengamos muy en cuenta que sólo Cristo es el mediador y la mediación capaces de hacer posible el tránsito de este mundo al Cielo.
Así, pues, acerquémonos a Cristo, encontrémonos con Él. La fe es el punto de partida. Sin la fe no podemos agradar a Dios. Y a la fe siguen el bautismo y la caridad. En efecto, por medio de la fe conocemos a Cristo y nos adherimos a Él. Por el bautismo y la Eucaristía somos introducidos en su misterio de muerte y de resurrección. Y, por medio de la caridad, el amor de Cristo se derrama en nuestros corazones y degustamos ya aquí la primicia misma de la vida eterna, que es el Espíritu Santo prometido (cf Ef 1, 13-14).
Busquemos, pues, a Cristo, a él, que es nuestra cabeza y que, como dice san Bernardo, se nos representa en este mundo “no tal como es, sino tal como se hizo por nosotros, esto es, no coronado de gloria, sino rodeado de las espinas de nuestros pecados. Por tanto, – concluye san Bernardo – teniendo a aquel que es nuestra cabeza coronado de espinas, nosotros, miembros suyos, debemos avergonzarnos de nuestros refinamientos y de buscar cualquier púrpura que sea de honor y no de irrisión”.
Y, si el día 1 de noviembre celebramos la fiesta de los santos del Cielo, el día 2 celebramos la memoria de las benditas almas del Purgatorio, esto es, de los fieles difuntos, de todas aquellas personas, varones y mujeres, que murieron en gracia de Dios, pero sin haber satisfecho plenamente las penas temporales debidas a las consecuencias funestas de sus pecados y, por ende, no capaces todavía de presentarse ante Dios con el traje de fiesta ni de recibir su mirada. Tales personas tienen que sufrir todavía un tiempo fuera de la presencia de Dios hasta ser totalmente purificadas y entrar después en la gloria eterna.
Con razón llamamos a estos fieles difuntos “benditas almas del Purgatorio”, pues están ya subjetivamente salvadas; participarán un día de la visión beatífica; al final de los tiempos sus cuerpos resucitarán para la vida en Dios; y su oración actual en el Purgatorio es santa y goza del poder de intercesión sobre nosotros, miembros de la Iglesia peregrina, objetivamente salvados en Cristo, pero todavía no en sentido particular y subjetivo.
Y, al mismo tiempo, con razón oramos pública y privadamente por las almas del Purgatorio, pues nuestra oración, sobre todo la litúrgica, que es participación de la oración de Cristo a la Iglesia, intercede ante Dios por aquéllas y les ayuda a expiar sus penas y a entrar más pronto en el Cielo.
Pidamos al Padre fructifiquen en nosotros los dones de la santa Iglesia otorgados a ésta por el Espíritu. Ella, madre solícita, concede la gracia de poder lucrar la indulgencia plenaria en favor de las almas del Purgatorio a todos los fieles que, entre el 1 y el 8 de noviembre, cumpliendo las condiciones exigidas para la concesión de tal gracia, visiten devotamente el cementerio u oren al menos mentalmente por los difuntos.
† Manuel Ureña
Arzobispo de Zaragoza
Respuestas