Todas las Criaturas de Dios Hace años, había alguien diferente y especial en mi casa. Se llamaba Pinky y no era -por cierto- una persona. Era una hermosa perrita Siberian Husky totalmente blanca, tal como un copo de nieve o un pedazo de algodón. Aún antes de que llegara a mi vida, yo ya la quería. Mi madre me contaba de ella, y de las penurias que sufría en casa de mi tío. Su historia era un recuento de rechazos y golpes desde que era pequeña, por su carácter aventurero, travieso, juguetón y sobretodo, noble. Pero cometió un delito imperdonable en casa de sus padres. Haciendo caso de sus instintos ancestrales, dos de las gallinas más preciadas por la abuela del dueño, pararon a su estómago. Fue relegada al exilio y mi tío se hizo cargo de ella. A pesar de la buena disposición de mi tío por Pinky, la perrita siguió padeciendo graves problemas a su corta edad. La casa era chica y su familia mucha. Un cordel de goma puesto por una mano inconsciente en su cuello, provocó una cicatriz que tuvo toda su vida. Un envenenamiento y por último, una bronquitis de padre y señor mío, parecían haber sellado el destino de la dulce perrita de ojos pardos. Mi tío finalmente decidió obsequiármela. Mi casa era más amplia y yo adoraba a los animales. Sobre todo los perros. Un sábado llegó con parte de su familia. Y Pinky. Recuerdo que por atender las visitas, no la vi hasta que ellos se fueron tres horas más tarde. Después de lo cual, fui al patio a conocer a la perrita que yo adoraba aún antes de haberla visto. Pinky reconocía su nueva casa con una mezcla de curiosidad y recelo. Estaba en medio del solar donde mi madre abarrotaba de plantas todos los rincones. Y ella me miraba inteligentemente. Pensé "vaya, si a mí me cambiaran de casa sin consultármelo, me pondría de muy mal humor". Tomé un traste y lo llené de agua. Lo coloqué frente a ella. Pinky no se movió. Fui por comida y la deje muy cerca de ella. Sentada, como los perritos de peluche que se venden en las tiendas, miraba todas mis acciones. Me sentía un poco confundido, porque si Pinky no toleraba mi compañía, entonces difícilmente encajaría en mi familia. Me senté en la puerta de la cocina y pensaba en lo que podría hacer, cuando Pinky fue la que rompió el silencio. Se acercó a mí, se sentó, y se tendió a mi lado. Me di cuenta en ese momento de que no estaba tratando con un perro común y corriente. Y después de las correspondientes presentaciones, por fin, se dejó caer en mi regazo. Como lo haría cualquier perro que tuviera años de convivir amorosamente con su dueño. En ese momento supe que empezaba una amistad que duraría mucho tiempo. Y desde entonces Pinky y yo comenzamos a correr juntos por los caminos de la vida. Mi madre aceptó con buena gana el regalo de mi tío. Mis tres hermanos la adoraban. Por ser yo el mayor, me hice cargo de ella. Cuando llegó, se le veían las costillas bajo la piel con el pelo áspero, sucio y lleno de bolas. El veterinario -un amigo mío- me hizo algunos descuentos en su tratamiento de bronquitis y en los implementos para mejorar su aspecto. Después de todo -decía él- eran pocas las personas que había conocido que aceptaban y se preocupaban por un animalito tan poco afortunado. Pasaba el tiempo, y Pinky era alguien más de la familia. Me acompañaba en las noches de interminables tareas escolares, echada a mis pies. Cuando sentía que yo estaba preocupado, se enderezaba y ponía su cabeza en mis piernas. Yo acariciaba sus orejas y ella se volvía a echar. A los desconocidos la presentaba como mi asistente. Gracias a ella mis hermanos eliminaron su miedo de salir por las noches. Pinky acompañaba dócilmente a quien fuera de mi familia y se dejaba hacer y querer por todos. Jugaba y nos hacía felices con sus piruetas, corretizas y saltos. Nunca nos gruñía, ni siquiera cuando la bañaba o cuando tocábamos su comida, trayéndola incluso ella en el hocico. Su carácter noble y amoroso era algo digno de admirarse. Juntos quitábamos las páginas al calendario, y marcábamos las hojas. Juntos pasábamos las tardes grises y frías de invierno en la puerta de la cocina, nuestro lugar favorito, mientras mamá preparaba la cena. Su pelaje después de nuestros cuidados era hermoso, blanco y brillante. Su aspecto, sano y vigoroso. Mientras yo leía, Pinky se acurrucaba a mi lado. Y envolvía mis pies con su cuerpo puesto en forma de bolita, tal vez porque sabía que el frío me provocaba fuertes dolores en las piernas, que prevalecen hasta hoy. En las tardes de sol, nos instalábamos en la parte alta de patio. Ella se sentaba a mi lado y nos pasábamos las horas sonriendo el uno al otro. Luego, ya cerca del alba, clavábamos la pupila en la bóveda celeste. Los ojos pardos miraban... Los ojos oscuros miraban... Pensábamos en nosotros mismos y en los seres que, allá arriba, nos miraban también. Eso hicimos durante nueve años, más o menos. Y llegamos a querernos mucho. Llegamos a confiar el uno al otro. Solamente una vez traicioné esa confianza. Un día vi la propaganda de un concurso de belleza canina, una exhibición de animales de "categoría". Sin pensarlo mucho, la inscribí y preparé para el dichoso concurso. No resistí la tentación de hacerlo. ¡Y ahí va la pobre perrita a la exhibición! Ella estaba acostumbrada a la gente y a salir, por nuestros largos paseos típicos de mascota y dueño. Pero hasta ese día supe que la intimidaba de sobremanera las muchedumbres y los ladridos de los perros escandalosos. Yo la sentía temblar de terror y varias veces la vi con el deseo de correr a casa. El mundo de Pinky era la casa, el solar, nuestros juegos y en verano, las plantas y el disco de freesbe. Ella no requería de un reconocimiento patente para demostrar que valía; pero yo sí lo necesitaba. La observé de cerca en la sala de exhibición. En algún momento me miró directamente a los ojos y advertí, para vergüenza mía, que estaba decepcionada de mí. En la prueba de obediencia ante la juez, se limitó a no salir de su rincón. Estaba totalmente confundida e inquieta. Le dieron una buena puntuación en aspecto. La juez opinó: "Nunca había visto una Husky tan hermosa, y de color blanco. Es una rara derivación de esa raza. Tiene un pelaje soberbio y una cara linda". Sin embargo, no pasó a la siguiente fase por la nula obediencia. Pasado el incidente, la perrita me aplicó la ley del hielo. Hubo de transcurrir un buen tiempo para que aceptara mis disculpas y se reanudara la amistad. Era un animal prudente y dócil. No exigía más que un poco de respeto. Comía lo que se le ofrecía y jamás tocaba nuestra comida, excepción de alguna manzana que mi madre me ponía en la mesa para llevarme a la escuela. ¡Imposible resistirla! Al menor descuido, me la encontraba relamiéndose los bigotes, con algunas migajas de mi manzana en el suelo. Pero ese era su único pecado. Dos años después de su llegada, mi amigo el veterinario me explicó que era necesario que tuviera una camada de cachorros para corresponder a un buen funcionamiento hormonal, y por ende, a una vida más larga. Decidí buscar un buen partido para Pinky y lo encontré: Un perro Husky plateado grande y fuerte, de mirada tierna y firme. El noviazgo se llevó sin complicaciones, y a principios de Noviembre, Pinky esperaba sus primeros cachorros con la mirada cálida que solamente tienen las futuras madres. Por esa época, nuestras vidas dieron un giro inesperado. Y esa Navidad, fue la más triste que ha pasado mi familia. A principios de Diciembre, mi hermano más pequeño Aldo, empezó a enfermar. Dos semanas después su estado era deplorable, y solamente lo animaba jugar y acariciar el suave pelaje del lomo de Pinky. Ellos tampoco necesitaban palabras para comunicarse. Y ella presentía algo malo, muy malo. Nunca se quiso despegar de su cama, mientras mi hermano se encontraba en ella. No lo dejaba solo ni un momento. Mi madre en sus frecuentes salidas al médico, no reparaba en que ella casi no comía. Y que cuando se quedaba con Aldo en las noches en el hospital, Pinky se encontraba inmensamente triste bajo la cama de él. Una fría noche del 21 de Diciembre, mi hermano falleció apaciblemente. Yo no lo sabía, porque me había quedado en casa a cuidar de mis hermanos. Pero sentía que algo no estaba bien. Al salir al patio, vi la figura de Pinky recortada bajo un imponente cielo estrellado. Estaba sentada. Y estaba llorando. La bronquitis de su infancia la había dejado casi sin voz. Y sus lamentos eran apenas audibles aún en el silencio de la noche. Ella sabía lo que había ocurrido. De alguna manera que los humanos aún no logramos comprender, lo sabía. Y en ese momento, tal vez, sumida en la tristeza al saber que Aldo se había ido, Pinky se despedía para siempre del inocente espíritu de mi pequeño hermano... En aquella bella noche de Invierno... A principios de Enero, Pinky dio a luz. Ocho perritos de diferentes colores y patitas rosadas. Pinky estaba exhausta, pero su instinto maternal era pleno. Nos dejaba tomar los cachorritos y miraba con atención y ansiedad nuestras maniobras de reconocimiento. Solicitaba o mejor dicho, exigía su comida para poder alimentar a su familia. Los cachorros vinieron a ser un paliativo importante al dolor de la pérdida de Aldo. Y es por eso que Pinky significó tanto en nuestras vidas. Agradecimos tanto a Dios, porque con su sabiduría infinita, supo darnos una lección al recordar y valorar el amor de una madre, y ¿qué amor es el más grande que el de una madre por sus hijos? Pinky vino a recordarnos eso, y Dios nos demostró con unos pequeños y suaves soplos de vida de orejas de triángulo y narices húmedas, que la vida continuaba, y que Aldo estaría feliz al saber de los cachorros y de nuestro amor por ellos, dondequiera que se encontrara. Tuve cuidado en dejar a todos los perritos en familias amorosas y que me inspiraran confianza para cuidarlos. Kelpie, Syskie, Likán, Lucky, Linka, Runo, Kali y Roque salieron de nuestras vidas. Fue extraño el no tener ocho inquietos cachorros dando lata por toda la casa. Pero así son las cosas. Pinky y yo volvimos a nuestras acostumbradas rutinas entre paseos, meditaciones y añoranzas. Cuando comenzó a envejecer, tuve que espantarme la melancolía. Al fin y al cabo, Pinky conservaba joven el espíritu y todavía era capaz de corretear mariposas y pajarillos cualquier mañana de primavera. Una tarde de Marzo, noté que Pinky se comportaba de manera no acostumbrada, no comía y estaba triste. El veterinario había dicho que posiblemente era un problema renal. Durante la noche, estuve con ella junto al tapete donde acostumbraba a echarse. Estaba inquieta, lamía mi mano y me frotaba su mejilla con la mía. Quería decirme algo. Y creo saber qué era. En la mañana, la encontré tendida junto a la puerta de mi recámara. Me arrodillé junto a ella, le hablé suavemente y le pasé la mano por la piel. Pinky intentó pararse, pero no pudo. Estaba desorientada y tenía paralizada la pata derecha. Lo único que logró hacer fue poner su cabeza encima de mi rodilla, y un leve gemido que me llegó al corazón. La llevamos al veterinario, y después de la revisión, dictaminó que Pinky probablemente había sufrido durante la noche una embolia que le había paralizado el lado derecho y la había dejado ciega. Encima, tenía un tumor alrededor de uno de sus riñones. Más valía abreviar su sufrimiento y mis padres dejaron en mí la decisión. Una de las más difíciles que he tomado. Echando mano de todo mi coraje, volví a la clínica veterinaria. El sol se estaba poniendo en un derroche de rojo ocre y amarillo. Pinky yacía sobre la mesa de acero y me senté junto a ella. Al percibir mi voz y mi olor, alzó la cabeza, irguió las orejas y olfateó al aire. Aunque había abundante luz en la habitación, las pupilas de sus ojos pardos estaban tan dilatadas como si estuviera en plena oscuridad. Emitió un sonido muy leve cuando le acaricié el cuello. Trataba de gemir, pero no podía. Con la cabeza le hice una seña al veterinario y coloqué la cara sobre su costado para que supiera que estaba junto a ella. Le hablé en voz baja, tratando con todas mis fuerzas de decirle cuánto le agradecía el haberla tenido conmigo. Instantes después, dejó caer la cabeza y su cuerpo perdió el calor. Todo había terminado. Envuelta en una frazada, la llevé a casa, el lugar donde pasó las horas más felices de su vida. La sepulté bajo la higuera que había sido su sombra en tiempos de calor, donde tantas veces me había acompañado en mis lecturas, donde tantas veces había jugado con mis hermanos, y que se erguía como el único vestigio del enorme y colorido solar que alguna vez fue propiedad de mi madre. Ahora que lo pienso, Pinky fue más que una mascota muy querida. Fue realmente una amiga que aprendió a querernos y hacernos pasar momentos inolvidables a su lado. El amor de Dios se manifiesta también en el sincero y sencillo cariño que nos dan sus pequeñas criaturas, como ella... Y Pinky lo hacía. Era sencilla y fiel. Tal vez sin ella, el dolor de la pérdida de mi hermano hubiera sido insoportablemente largo, pero Pinky vino a darnos un poco del consuelo que tanto necesitábamos en esa época. Era una amiga que en el invierno, me acompañaba en la puerta de la cocina mientras mamá preparaba de cenar, yo leyendo y ella acurrucándose como bolita sobre mis pies, blanca como un copo de nieve, mientras afuera arreciaba la lluvia... Escrito en Otoño de 1998 |
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