En los últimos meses se ha avivado el debate respecto a la compatibilidad entre los contenidos de la asignatura de religión católica y los de las disciplinas científicas, y si la primera debería eliminarse del currículo educativo. En concreto, la discusión se ha avivado a raíz de la publicación del temario de la asignatura de religión católica en el BOE del 24 de febrero de 2015. Desde algunos sectores se ha argumentado que hay “contradicciones entre estos nuevos contenidos, de impartición prácticamente obligatoria, y los de otras materias también obligatorias en los ámbitos de la biología, la historia o la física. Es muy probable que estas contradicciones irresolubles influyan negativamente en la formación y madurez intelectual , social y humana del alumno”.
Sin ignorar la relevancia de otros aspectos del debate, queremos contribuir al mismo aportando una reflexión sobre la naturaleza de la ciencia y de la razón humana en su dinámica de conocimiento de la realidad.
El motor de la ciencia es el deseo de conocer todo lo que existe, sin límites prefijados, hasta donde el método científico permita llegar. A medida que la ciencia avanza y va resolviendo cuestiones abiertas, esos mismos avances abren la puerta a nuevas preguntas. El gran matemático Francesco Severi, amigo de Albert Einstein, comentaba a este respecto que cuanto más se adentraba en la investigación científica, más evidente le resultaba que todo lo que descubría, a medida que avanzaba, estaba “en función de un absoluto que se opone como una barrera elástica (…) a dejarse alcanzar por los medios del conocimiento que tenemos”. La razón, que es imparable en su exigencia de conocimiento y en su apertura a la totalidad de lo real, busca incansablemente responder a esos nuevos retos. Esta dinámica cognoscitiva está en el origen no sólo de la ciencia, sino también de otros ámbitos de la experiencia humana, como lo son la filosofía o la pregunta frente al hecho religioso. Hay interrogantes que nacen de la experiencia del quehacer científico, pero que en todo caso sobrepasan su ámbito metodológico: ¿por qué existe algo, en vez de nada? ¿Cómo es que el hombre, siendo finito y limitado, puede manejar el infinito matemático? ¿Por qué la realidad es inteligible?
Además, la ciencia actual ya no tiene la pretensión de autofundación absoluta que la ideología del “cientifismo” le ha venido atribuyendo. En primer lugar, hay presupuestos de carácter metafísico implícitos en el conocimiento científico, sin los que éste no sería posible: en palabras de Paul Davies, “nuestras explicaciones científicas (…) incorporan siempre ciertos supuestos previos. Por ejemplo, la explicación de un fenómeno en términos físicos presupone la validez de las leyes de la física, que son consideradas como dadas. Pero se nos podría preguntar de dónde nacen dichas leyes”. En segundo lugar, los límites que la ciencia advierte desde dentro de su método (por ejemplo, la incompletud de Gödel, o la impredecibilidad consustancial a la descripción cuántica de la materia) pueden convertirse más bien en aperturas y, por tanto, en puntos de transición hacia otros niveles más altos de comprensión, o hacia objetos formales más amplios.
En concreto, entre las diversas contradicciones suscitadas en el debate, se señalan en particular estas dos: “que [el alumno] reconozca con asombro el origen divino del cosmos” y que sea capaz de “establecer diferencias entre el ser humano creado a imagen de Dios y los animales”; y, ante ellas, se afirma que serían algo “imposible de compaginar con el hecho biológico probado de que el ser humano es un animal más, fruto de la evolución”.
En primer lugar, queremos afirmar que el hecho de que el universo tenga su origen en una razón creadora no es en absoluto contrario a la razón científica; del mismo modo que atribuir el origen del universo simplemente al azar no resulta, en sentido estricto, científicamente riguroso. Que todo lo que la ciencia nos muestra sea fruto de una razón creadora, o del azar, o permanezca como misterio, es algo que cada hombre debe interpretar, haciendo uso de su razón y de su libertad, para así intentar hallar la explicación más razonable, más acorde con los indicios disponibles. En 2012, Anton Zellinger, director del Instituto de Información Cuántica de la Universidad de Viena, respondía en una entrevista a La Vanguardia: “¿Un científico con fe? Algunas de las cosas que descubrimos en la ciencia son tan impresionantes que he decidido creer”. El orden del universo, las simetrías, o la correspondencia entre el análisis matemático y la realidad física, han llevado a científicos de todos los tiempos a maravillarse ante el cosmos. ¿Es más razonable pensar que estas propiedades de lo real provengan del azar, que de una razón creadora? ¿Debemos excluir del currículo escolar la hipótesis de la creación (pero no la del azar), por acientífica? No vemos contradicción alguna ante el hecho de que en la escuela se pueda abordar el origen del cosmos también desde esa hipótesis.
En segundo lugar, la capacidad de darse cuenta y tomar conciencia de la realidad distingue al hombre de los animales, por mucho que, biológicamente hablando, el hombre sea también fruto de la evolución. De hecho, es llamativo que para apoyar la idea de que “el ser humano es un animal más” se argumente que nos entrecruzamos durante cientos de miles de años con el llamado hombre de Neandertal, una especie ya extinguida muy próxima a la nuestra. Desde el punto de vista biológico no solo somos muy similares al hombre de Neandertal, sino que compartimos el código genético y la maquinaria celular básica ¡con todas las formas vivas conocidas (bacterias, plantas, insectos o mamíferos….)! Sin embargo, el hombre de Neandertal, entre otras cosas, enterraba a sus muertos, fabricaba ornamentos y es sumamente plausible que utilizara el lenguaje articulado. El hombre, además de ser fruto de la evolución, es también el nivel de la naturaleza en el que ésta toma conciencia de sí misma. Somos a la vez “polvo de estrellas” (pues los átomos que componen nuestros cuerpos se formaron en el corazón de estrellas moribundas hace miles de millones de años) y autoconsciencia del cosmos. De nuevo, ¿cómo interpretar esta fascinante evidencia? Y en este sentido, ¿qué contradicción existe entre ella y la afirmación de que el ser humano, autoconsciente y libre, haya sido creado a imagen de Dios? Pretender excluir del currículo educativo, mediante argumentos sesgados, estas cuestiones fundamentales, que han interrogado a hombres y mujeres a lo largo de la historia –lejana y reciente-, solo puede producir un empobrecimiento de la experiencia educativa que proponemos a nuestros jóvenes.
Universitas
Asociación para la Investigación y la Docencia
Junio 2015
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