La enseñanza de la religión debe quedar en manos de las personas que la Iglesia considere que no sólo conocen la materia a impartir, sino que además viven de manera coherente con su fe.

María Rosa Gutés Pascual

Como es sabido, hace un par de meses, concretamente el 15 de mayo de 2012, recayó sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el asunto “Fernández Martínez contra España”, por la cual se vino a reconocer a la Iglesia el derecho de proponer a los profesores de religión que estime adecuados, según los criterios y exigencias de la propia confesión. Pero sigue pendiente de resolver, por el mismo Tribunal, el caso de la profesora de religión casada por lo civil con un divorciado, que el Tribunal Constitucional sentenció a favor de la profesora en abril de 2011.

En el asunto Fernández Martínez, el recurrente no había sido propuesto para seguir dando clases de religión, debido a su condición, hecha pública, de miembro de un movimiento que reclama “una Iglesia democrática y no teocrática, en la que los laicos puedan elegir ellos mismos sus sacerdotes y obispos”, y que asimismo, según dice la sentencia, critica la doctrina de la Iglesia en materias como el celibato obligatorio de los sacerdotes, el divorcio, la sexualidad, el control de la natalidad, e incluso el aborto.  Nada tuvo que ver en la decisión de no renovar el nombramiento del Sr. Fernández como profesor el hecho de que fuera sacerdote (ya secularizado) que había contraído matrimonio y fundado una familia -como erróneamente considera el voto particular de la sentencia-, cuestiones que no le habían impedido hasta entonces ejercer ese trabajo (incluso mientras no se le había concedido la dispensa). Ciertamente, el obispo, en el legítimo ejercicio de las facultades que tiene atribuidas, no había tenido inconveniente, en años anteriores, en proponer al recurrente como profesor de religión, una vez casado, e incluso sin haber obtenido todavía la dispensa, aunque en proceso de secularización, por estimar que no concurría hasta entonces motivo alguno de escándalo. Se trataba, simplemente, de que el recurrente había discernido mal su vocación y, en consecuencia, rectificaba el camino a seguir en la vida.  Por ello, tampoco había sido un problema que los padres y alumnos del colegio conocieran las circunstancias personales del profesor de religión.  El grave inconveniente o la ineptitud surgieron cuando el ex sacerdote, no contento con haber sido dispensado y facultado para enseñar religión, quiso hacer pública su disconformidad con la doctrina de la Iglesia católica.

El sentido común nos indica que un profesor de religión católica debe ser fiel al credo de esta religión, cosa que como mínimo puede razonablemente dudarse respecto de quien manifiesta estar en contra de lo que, precisamente, tiene encomendado enseñar. Incluso en la hipótesis de que, pese a la disidencia con la doctrina de la Iglesia, las enseñanzas del recurrente no hubieran de verse afectadas, el escándalo radicaría no ya en enseñar cosa diferente, sino en la incoherencia entre lo que se siente y cree, y aquello que se enseña. Caso en que la falta de convicción del profesor restaría eficacia a su magisterio, en la forma de que no resultaría creíble lo que dice, por decirlo precisamente sin convicción. Pese a razones tan evidentes, el sacerdote recurrió al Tribunal de Estrasburgo con argumentos tan inconsistentes como sus pretensiones y afanes reformistas.

Y el Alto Tribunal dejó claro que no es que se le discriminara por sus intolerables desvaríos (entre los que ya hemos dicho no se incluye el hecho de contraer matrimonio, previa dispensa al efecto), sino que él mismo se colocó, sin necesidad alguna, en una posición legalmente incompatible con la renovación de su nombramiento como profesor, como además debía saber, en cuanto se trataba de la normativa que regulaba su puesto de trabajo. Que no negara la existencia de Dios, ni cuestionara la divinidad de Cristo, o la virginidad de María, ni atacara la figura del Papa, como alegó, no hacía menos justificable ni necesaria la decisión tomada por el obispo. Y el recurrente debía ser consciente de ello y si no era así tanto más inepto habría que considerarlo para la enseñanza de la religión. En todo caso, cuestionó ante el Tribunal de Estrasburgo la imparcialidad de dos Magistrados del Tribunal Constitucional, por ser conocida su condición de católicos, e inferir de ello que “tenían un deber de obediencia frente a la disciplina católica, lo que les impide sistemáticamente hacer justicia a toda pretensión que, como la suya, comportara perjuicio para los intereses de la Iglesia”.  Huelgan aquí comentarios.

El Tribunal de Estrasburgo confirmó, como antes había hecho el Tribunal Constitucional, el derecho de la Iglesia católica a la libertad religiosa en su dimensión colectiva o comunitaria, en relación con el derecho de los padres a elegir la educación religiosa de sus hijos. De suerte que el recurrente debía atenerse a las reglas de la confesión católica a la que pertenece libremente y cuyos preceptos pretende enseñar. Siendo las convicciones religiosas del postulante a profesor criterio razonable a tener en cuenta para su nombramiento. Máxime cuando se trata de enseñanza dirigida a alumnos menores de edad, vulnerables e influenciables por naturaleza, como observa el mismo Tribunal.

Lo dicho por el Tribunal de Estrasburgo es aplicable también al asunto de la profesora casada por lo civil con un divorciado, porque no es posible sostener, como hizo la sentencia del Tribunal Constitucional, que si la profesora enseña lo que debe y no otra cosa su situación personal es ajena a su actividad profesional. Siendo como ciertamente es, un hecho público y conocido, que contrajo matrimonio civil con un señor divorciado. Lo cual no sólo se hizo público con motivo de no renovársele el contrato, sino mucho antes, en virtud de la publicidad aparejada tanto al divorcio de su cónyuge como al matrimonio con él contraído, ambos inscritos en el Registro Civil. Por lo tanto, su situación personal de casada con un divorciado, al ser pública, sale de la esfera de su intimidad e interfiere necesariamente en su actividad profesional de enseñar y proponer un modelo de vida precisamente contrario al suyo.

El Tribunal de Estrasburgo recuerda que la Directiva sobre la igualdad de trato en materia de empleo y trabajo prevé que pueda establecerse una diferencia de trato fundada en la religión, o las convicciones, por razón de la naturaleza de la actividad profesional, o del contexto de su ejercicio, cuando se trate de una exigencia profesional esencial y determinante, además de legítima, justificada por la ética de la organización y proporcionada. También recuerda que el Convenio europeo para la protección de los derechos y libertades fundamentales garantiza la protección de la autonomía de las asociaciones, como manifestación indispensable del pluralismo, en una sociedad democrática. Y por ello dice que “salvo en casos muy excepcionales el derecho  a la libertad de religión como lo entiende la Convención excluye toda evaluación por parte del Estado sobre la legitimidad de las creencias religiosas o sobre las modalidades de expresión de las mismas (…) En consecuencia, el principio de autonomía religiosa impide al Estado obligar a una comunidad religiosa a admitir o excluir un individuo, o a confiarle una responsabilidad religiosa cualquiera”.

El corolario de la argumentación que antecede, en lo que aquí nos concierne, es que la enseñanza de la religión debe quedar en manos de las personas que la Iglesia considere que no sólo conocen la materia a impartir, sino que además viven de manera coherente con su fe.  Lo cual, además, tiene reconocido el Tribunal constitucional, en su sentencia 38/2007: “ha de corresponder a las confesiones la competencia para el juicio sobre la idoneidad de las personas que hayan de impartir la enseñanza de su respectivo credo. Un juicio que la Constitución permite que no se limite a la estricta consideración de los conocimientos dogmáticos o de las aptitudes pedagógicas del personal docente, siendo también posible que se extienda a los extremos de la propia conducta en la medida en que el testimonio personal constituya para la comunidad religiosa un componente definitorio de su credo, hasta el punto de ser determinante de la aptitud o cualificación para la docencia, entendida en último término, sobre todo, como vía e instrumento para la transmisión de determinados valores. Una transmisión que encuentra en el ejemplo y el testimonio personales un instrumento que las Iglesias pueden legítimamente estimar irrenunciable (…) El que el objeto de la enseñanza religiosa lo constituya la transmisión no sólo de unos determinados conocimientos sino de la fe religiosa de quien la transmite, puede, con toda probabilidad, implicar (…) que quien pretenda transmitir la fe religiosa profese él mismo dicha fe”.

En definitiva, el Tribunal de Estrasburgo no puede hacer otra cosa que revocar la sentencia del Tribunal Constitucional de fecha 14 de abril de 2011, ya que el supuesto de la profesora casada por lo civil con un divorciado no difiere en ningún aspecto sustancial del caso del sacerdote secularizado. En ambos casos, el profesor de religión desmiente con su vida aquello que tiene encomendado enseñar y, por tanto, no resulta un modelo creíble ni adecuado para los destinatarios de sus enseñanzas.  No se trata de una represalia por apartarse de la doctrina de la Iglesia, como adujo la profesora, sino de reservar la enseñanza de aquella doctrina a personas capaces de testimoniarla con su propia vida.

Fuente:www.forumlibertas.comVía RELIGIÓN EN NAVARRA

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