Ni la Religión ni la concertada son los grandes problemas de la Educación en España, asolada por otros mucho más graves que se esconden con debates ideológicos inútiles y crispados.
Lo único que la política no cambia nunca en la educación en España es su carácter agitador y los efectos negativos de todo ello: pese a ser uno de los países que más esfuerzo económico hizo hasta la crisis, con ella y sin ella seguimos apareciendo muy mal clasificados en los ránking de la OCDE que miden la calidad educativa de los países más avanzados del mundo.
El nuevo Ejecutivo pretende ahora darle otra vuelta de tuerca al asunto en la que, por enésima vez, pesa más lo ideológico que lo pedagógico: sin menospreciar un debate razonable sobre el encaje de la Religión en el programa lectivo ni sobre la recreación de una asignatura relativa a los valores cívicos; considerar que esas son las mayores prioridades en este ámbito es una confesión de incapacidad para afrontar el auténtico problema de la Educación en España.
una manera también de esconder esa renuncia en una trifulca ideológica que desatiende las responsabilidades más elementales del Ejecutivo y las sustituye por una bronca pública destinada a movilizar emociones en lugar de a estimular razones.
El abandono escolar, el fracaso educativo, la poco exigente selección de profesores, la debilidad de la FP, la degradación universitaria, las desigualdades autonómicas o la transformación de la educación en una herramienta políticapor parte del nacionalismo son problemas mucho más acuciantes que, sin embargo, nadie se atreve a abordar con la energía necesaria.
Al contrario, cada uno de esos problemas suele tramitarse con un catálogo de mantras que esconden su verdadera naturaleza y los idealizan, convirtiendo incluso en anatema una discusión constructiva, a partir de los datos y los hechos y no de las creencias, sobre las profundas lagunas que exhiben.
La educación necesita un debate profundo y decente, no una riña ideológica y gremial constante que daña a los alumnos y a la sociedad
La OCDE y PISA han mostrado en incontables ocasiones cómo buena parte del esfuerzo económico del Estado en tan crucial materia se agota más en la estructura administrativa que en el usuario: se prioriza la cantidad de facultades sobre la calidad, por poner un ejemplo simbólico, disgregando un esfuerzo colectivo e impidiendo que la Universidad española cumpla el encargo que la sociedad le ha hecho. Algo que los rectores jamás reconocerán en público, pues supondría asumir la necesidad de cambiar por completo el modelo del que viven.
Desde las primeras etapas
Y lo mismo ocurre por abajo, con unos planes de estudio fragmentados, caprichosos y a menudo inútiles que subordinan el aprendizaje natural a la memorización y no enlazan, a menudo, ni con los hábitos ni con la estructura tecnológica con la que ya nacen y se forman las nuevas generaciones.
Si además el sistema de incorporación de profesores ha sido, durante décadas, muy desafortunado, la conclusión es obvia: la educación española no está a la altura de las necesidades del país, y ese debate no puede seguir enterrado en pugnas ideológicas ni consignas políticas ni conflictos gremiales que alejan las soluciones.
La nueva ministra de Educación, Isabel Celáa, ha de dar un paso al frente en ese sentido y asumir, con altura intelectual, la magnitud del reto, pues de él depende el futuro de España y las salidas de toda índole de nuestros jóvenes y niños. Y no es suscitando temas menores, por mucho impacto público que tengan, como se logra ese objetivo.
La concertada no es el problema
Tampoco alimentando la falsa polémica entre la escuela pública y la concertada, pues ésta coexiste y compite en todos los países civilizados con la anterior, haciendo que ambas convivan y compitan en favor de la ciudadanía. Pero si se hace, que se haga con rigor: asumir desde el Estado el servicio que brinda ese modelo educativo tendría un impacto económico en las arcas públicas que, simplemente, es ahora mismo inasumible.
Que pese a ello se lance la especie sólo demuestra la renuncia a abordar la cuestión de fondo y el empeño, una vez, en aplazar una misión que debería estar a la cabeza de las inquietudes del Gobierno. De éste y de cualquiera.
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