Compromís y sus compañeros y camaradas de coalición han dado muestras sobradas, en la Comunidad Valenciana y en el conjunto de España, de no encontrarse demasiado a gusto cuando toca cumplir los pactos y acuerdos internacionales y las normas jurídicas internas o cuando se deben acatar las sentencias judiciales que no son favorables a sus proyectos ideológicos. Esto es especialmente evidente en el ámbito educativo, y más específicamente en su conflictiva relación con la asignatura de religión, y con el hecho religioso tout court, especialmente en lo que respecta a su presencia en la vida y espacios públicos. En esto les siguen numerosos corifeos, tanto en el campo sindical como en el de federaciones de asociaciones de padres de alumnos y otras entidades que quieren una escuela única, pública, laica y en valenciano.
La LOMCE tuvo muchos fallos, además del fundamental que fue apuntalar, con una simple reforma, el complejo LODE-LOGSE-LOE en lugar de crear una nueva y buena ley educativa -en su doble acepción de reguladora del sistema educativo y de educadora de los ciudadanos en el cumplimiento de leyes y normas-. Uno de esos defectos, contra el mantra que reitera el laicismo más dogmático, decimonónico y militante, fue no resolver la cuestión de la clase de religión y abrir la puerta a su recorte horario y a su maltrato académico. A pesar de ello, reconoció que el tratamiento anterior había sido contrario a lo establecido en las normas vigentes y a lo acostumbrado en países de nuestro entorno.
Un pronunciamiento tan reciente y contundente como el de la sentencia del Tribunal Constitucional 31/2018, debería ser suficiente para zanjar, definitivamente, la cuestión de la presencia de la religión en nuestras aulas. En su Fundamento Jurídico 6, la sentencia establece, textual y taxativamente, que «ni la existencia de una asignatura de religión en los niveles de educación primaria y secundaria, ni la implantación de una fórmula de opción entre la asignatura de religión y valores sociales y cívicos/valores éticos son contrarias al texto constitucional». La pertinaz contumacia en negar el pan y la sal -y no solo en sentido figurado- a los profesores de religión, a los alumnos y a las familias que en un elevadísimo porcentaje la eligen reiteradamente, no se basa en argumentos jurídicos ni pedagógicos. Quienes sostienen esas posturas laicistas y anticlericales, caducas y casposas, deberían preguntarse cuáles son sus auténticas razones para mantener esos discursos de odio indisimulado contra la asignatura de religión, y contra la religión católica especialmente.
FCAPA, en octubre del año pasado, ya tuvo ocasión de pronunciarse, una vez más, sobre estas cuestiones ante el anuncio de la Conselleria de facilitar las clases de religión islámica, exigiendo que se mejorara «el trato que reciben la asignatura de religión católica, los profesionales que la imparten y los alumnos y familias que la eligen en uso de su derecho constitucional. Esperamos que esto signifique que la Administración empieza a tomarse en serio la libertad religiosa y que va a trabajar para que todos los alumnos, elijan la asignatura de religión que elijan, vean respetados sus derechos, así como todos los profesionales, suponiendo el final de las trabas (horarios intempestivos), recortes injustificados (de horas lectivas y de número de profesores) y limitaciones (laborales y organizativas) que se imponen en la actualidad». Esto no ha sido así, y mucho nos tememos que la llegada de clases de otras religiones -si no consiguen frenarlas con su moción en el Senado- no pueda saludarse con un «bienvenidos a la libertad» sino con un «os adentráis en el mundo de la discriminación y el bloqueo».
La obsesión por acabar con la asignatura de religión, con las asignaturas de religión, es una muestra más de sus contradicciones permanentes, pues proponen simultáneamente la eliminación de la asignatura y su ampliación a otras confesiones, y pone a estos colectivos al margen de lo que establece la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su artículo 18: «Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia», en relación con el 26.3 de la misma Declaración: «los padres tienen derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos». De esto se hace eco el 27.3 de nuestra Constitución: «los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones», que concuerda plenamente con la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, en el artículo 14.3: «se respetan, de acuerdo con las leyes nacionales que regulen su ejercicio, la libertad de creación de centros docentes dentro del respeto a los principios democráticos, así como el derecho de los padres a garantizar la educación y la enseñanza de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas, filosóficas y pedagógicas».
Poca inteligencia política demuestran quienes ponen al descubierto de forma tan grosera sus contradicciones, revelando sus verdaderas intenciones, y la dificultad que tienen para comprender lo que, de forma reiterada, establecen multitud de normas y pactos internacionales y sentencias y autos de tribunales de diverso rango.
Fuente: lasprovincias.es