La Carta encíclica que presentamos era ya esperada por motivos de diversa índole, pero resumiendo podemos señalar algunos. Sabíamos que Benedicto XVI había elaborado un esbozo de la encíclica con la cual se proponía completar la trilogía de encíclicas sobre las virtudes teologales. La primera Deus caritas est (2005) y después Spe salvi (2007). Como informa el propio Papa Francisco, el Papa emérito ya había completado prácticamente una primera redacción de la presente Carta encíclica Lumen fidei, que llega ahora “escrita a cuatro manos”, como gráficamente ha dicho el Santo Padre Francisco, ya que ha hecho suyo el texto de Benedicto XVI, que ha completado con aportaciones diversas (n.7).
La encíclica consta de cuatro capítulos, que ponen en un nivel de lenguaje comprensible un texto escrito con una prosa tersa y límpida las cuestiones centrales de la teología de la fe.
1 Un primer capítulo (“Hemos creído en el amor”) dedicado a la presentación de la fe como respuesta a la revelación de la palabra de Dios, que se acredita como revelación del amor de Dios por el hombre y su mundo, fundamento de la historia de la salvación. Un amor que revelado en Jesucristo el hombre acepta por la fe. Ocurre así que la fe ilumina la vida entera del hombre. Es “respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre” (n.8). Evoca así las llamadas de Dios a los patriarcas, a los cuales describe como una hombres de fe, sostenidos por la fe y asentados en la roca firme de la Palabra de Dios, en relación de recíproca fidelidad: de Dios al hombre y del hombre a Dios (n.10). Dios aparece a la luz de la fe como el creador del mundo y el protagonista de la historia de salvación que sustenta la fe de Israel y que le sostiene en el éxodo hacia la tierra prometida.
La historia de Israel, sin embargo, no es una historia incontaminada, el pueblo elegido cae en la infidelidad que representa la incredulidad y la idolatría, “una multiplicidad de senderos que no llevan a ninguna parte” (n.13). La incredulidad no soporta el misterio ni las mediaciones, mientras la fe requiere aceptación del misterio divino y disponibilidad para dejarse transformar (n.13).
La plenitud de la fe llega con Cristo, revelación del amor incondicionado de Dios por los hombres. “La historia de Jesús es la manifestación plena de la fiabilidad de Dios” (n.15) y la mayor prueba de su fiabilidad se encuentra en su muerte por los hombres (n.16), lo que sólo se alcanza a ver en su resurrección. Es el argumento de san Pablo bien conocido (1 Cor 15,17). El Papa dice que si Dios no hubiera podido intervenir para resucitar a Cristo careceríamos de la garantía que nos permite ver que, en efecto, el amor de Dios es fiable.
La continuidad del Magisterio eclesiástico es patente. Francisco reitera cuanto viene afirmando Benecito XVI, en confrontación con una concepción de la intervención de Dios en el mundo que excluyera de todo punto la irrupción de la acción divina en el mundo creado como conjunto de leyes físicas.
Jesús se convierte así en aquel a quien creemos y en cual creemos adoptando su punto de vista sobre las cosas, porque la fe cristiana es fe en que en Jesucristo es Dios mismo quien sale al encuentro del hombre. “La fe cristiana es fe en la encarnación del Verbo y en su resurrección en la carne; es fe en un Dios hecho tan cercano, que ha entrado en nuestra historia” (n.18). La fe cree que es así y, por eso mismo, es un don de Dios descubrir en ella al que puede salvarnos. El que cree se deja transformar por Dios en Cristo: “El creyente es transformado por el Amor, al que se abre por la fe” (n.21). El creyente vive en Cristo su propia existencia (tema de Gál 2,20); algo que sólo es posible vivir en la comunidad eclesial. La fe personal no es creación del individuo ni es posible al margen de la fe eclesial. La unidad de la fe es ser fe del cuerpo eclesial.
2 Este capítulo introductorio, se prolonga en un segundo capítulo que plantea de lleno la cuestión de la relación entre fe y verdad, a partir de las palabras de Isaías: “Si no creéis, no comprenderéis” (Is 7,9). Se plantea en este capítulo la cuestión de la verdad de la revelación como verdad de Dios y del mundo, de la cual tiene necesidad del hombre. El Papa denuncia el grave error de la cultura contemporánea que cree que la verdad es sólo verdad tecnológica: es verdad porque funciona; se pone —dice— bajo sospecha “la verdad grande, la verdad que explica la vida personal y social en su conjunto” (n.25), renunciando a ella por miedo a los totalitarismos. Sin embargo, no es posible soslayar la pregunta por el todo. Contra lo que el hombre de hoy cree, el amor es inseparable de la verdad, sin ella no tiene consistencia alguna. El error estriba en una concepción del amor que no se sostiene, porque confunde amor y sentimientos subjetivos.
El Papa cita al filósofo Ludwig Wittgenstein, para distanciarse de su concepción subjetivista de la verdad del amor: “La verdad que buscamos, la que da sentido a nuestros pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca” (n.27). El amor es fuente de conocimiento, que el Papa expone como conocimiento que emerge de la escucha de la Palabra hecha carne, revelación del amor de Dios, y de su visión y contemplación (n.29). En este sentido observa que no se opone la concepción de la Biblia a la concepción del pensamiento grecorromano del conocer, para reivindicar la mediación del mensaje evangélico en la cultura griega y romana de la visión. Recuerda el papa la occulata fides de la que habla santo Tomás (STh III, q.55, a.2, ad 1) (n.30).
La unión de fe amor y de fe y verdad conduce la reflexión del Papa al diálogo necesario entre fe y razón (nn.32-34), insoslayable en la búsqueda de Dios.
3 El capítulo tercero (“Transmito lo que he recibido”) desarrolla la eclesialidad de la fe, su apostolicidad como fe recibida de la predicación y su transmisión por la Iglesia. Se plantea, pues, la cuestión de la comunicación de la fe por los cristianos, lo cual se hace desarrollando la unidad de la fe, porque es imposible creer por cuenta propia. El Credo norma la fe de quienes vienen a la Iglesia (n.39). Es la memoria de la Iglesia la garantía de la transmisión recta de la fe. La transmisión incluye los sacramentos, y en primer lugar mediante el bautismo. La fe tiene “estructura sacramental” porque por su medio se opera la transformación del hombre por la acción divina y viene a profesar la doctrina a la que presta obediencia de corazón (n.41).
Es a esta altura de la encíclica donde se explicita el valor del catecumenado como medio de integración en la fe de la Iglesia, que hace suya el catecúmeno mediante la confesión trinitaria de la fe eclesial. Toda la iniciación cristiana, cuya meta es la Eucaristía) está en juego y tiene en este capítulo de la encíclica una referencia magisterial obligada, exponiendo el Papa tanto la necesidad de una vida sacramental que sigue a la confesión de fe por el cristiano como el camino del decálogo y el de la oración.
4 Es en el código moral de la vida cristiana donde la referencia de la conducta cristiana al prójimo alcanza el lugar de autentificación de la confesión de fe, lo cual se desarrolla en el cuarto y último capítulo: “Dios prepara una ciudad para ellos” (cf. Hb 11,16).
La encíclica pone en relación fe y bien común, manifestando que la fe no hipoteca la existencia del hombre en el futuro trascendente, sino que por la fe este mundo prepara el mundo futuro. La fe de Noé salvó a su familia y la fe de Abrahán puso los cimientos de una sólida ciudad futura (Hb 11,7). La fe revela la solidez de los vínculos humanos (n.50) y por su conexión con el amor sirve a la justicia, el derecho y la paz; y es que sin un amor fiable nada puede mantener sólidamente unidos a los hombres (n.51). Es el presupuesto sobre el que la encíclica expone la proyección de la luz de la fe sobre el amor humano entre el hombre y la mujer, fundamento de la familia y condición procreadora de la vida (n.53).
La luz de la fe se proyecta sobre toda la sociedad al hacer patente el amor originario que une a los hombres como hermanos y da sólido fundamento a la dignidad de la persona, “que no era tan evidente en el mundo antiguo” (n.54). La encíclica que no sólo afronta los prejuicios de la modernidad remitiéndose a algunas de las propuestas filosóficas que han inspirado la cultura moderna, cita a T. S. Eliot, para plantear una pregunta cuya respuesta da la encíclica: no es posible que los logros de la sociedad más educada, es decir, más humana, sobrevivan a la fe; de ello, en efecto, ya tiene experiencia la humanidad. La fe, finalmente, ilumina el sufrimiento y abre el misterio de la vida a la luz que vence la muerte.
Un bello colofón es la apelación final de la encíclica a la Virgen María, que resume y recapitula una existencia creyente y es figura de la comunidad de fe.
Podríamos así resumir la enseñanza de la encíclica en este Año de la Fe como la propuesta de que una vida creyente es la que hace justicia a la verdadera condición del hombre, porque el misterio del hombre, como dijo el Vaticano II, sólo se esclarece a la luz del misterio de Cristo, lugar donde el amor de Dios se ha hecho presente en la historia orientando la existencia humana hacia su meta y consumación.
El Papa muestra cómo la fe es un bien para la vida del hombre porque la luz de la fe le lleva a conocer su verdadera identidad, su origen y su destino revelado en Jesucristo, el Verbo encarnado.
Adolfo González Montes
Obispo de Almería
Presidente de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe