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Pentecostés y los indignados. Homilía dominical de Lorenzo Amigo, sm
El movimiento y las manifestaciones de “los indignados” son un síntoma del malestar de nuestro tiempo. Muestran su frustración ante el hecho de que estamos ante un futuro bloqueado. Están convencidos de que la manera de administrar la vida pública, a pesar de la alternancia de partidos, no nos lleva a ninguna parte y piden un cambio de orientación. Por el momento no se ponen de acuerdo sobre cuál deben ser los elementos concretos de un programa de acción. Expresan, sin embargo, claramente que el centro de la preocupación debe ser el hombre concreto y no simplemente la creación de bienes materiales, acaparados por unos pocos.
No me cabe duda que, a pesar de la confusión existente entre sus miembros, hay en este movimiento también un elemento de esa movida incesante provocada por el Espíritu. Es Él el que no deja que la historia se instale cómodamente en un materialismo que favorece a unos pocos. El Espíritu habla el lenguaje del amor y de la caridad. Es el lenguaje que entendemos todos. Es el lenguaje que entiende hasta el bebé.
Es precisamente el Espíritu Santo, el Espíritu del amor del Padre y del Hijo, enviado a la Iglesia el que hizo posible que la fe cristiana fuera comprensible para la diversidad de pueblos y culturas extrañas a la tradición judía, de la que procedían Jesús y sus discípulos. El Espíritu hizo el milagro (Hechos 2,1-11). Él da fuerza a los apóstoles, que estaban encerrados en casa por miedo a los judíos, para salir a las plazas a dar testimonio de Jesús. Él abre el corazón y los oídos de los presentes para entender en su propia lengua las maravillas de Dios. Es decir, el Espíritu reúne la Iglesia, dándole unidad en la diversidad, para poder ser testigo ante todos los pueblos. Es el Espíritu el que pone en el corazón de los pueblos la búsqueda de la unidad, de la justicia y de la paz.
En la comunidad eclesial todos somos protagonistas, porque todos hemos recibido el don del Espíritu, es decir, sus carismas (1 Cor 12,3-13). No tenemos que pensar sólo en dones extraordinarios, como el hablar lenguas extranjeras sin estudiarlas o hacer curaciones. Todos los dones y talentos que tenemos, sean de salud, de inteligencia, de arte y de bondad son dones del Espíritu. Cuando los reconocemos y los empleamos al servicio de la construcción del cuerpo de Cristo y de la comunidad humana, esas cualidades son verdaderos carismas. Cuando, por el contrario, las utilizamos para el provecho propio, para imponernos a los demás, las cualidades siguen siendo dones de Dios, pero no las usamos como Dios quiere.
Nosotros experimentamos que el Espíritu está presente en nosotros porque sabemos que nuestros pecados han sido perdonados ya en nuestro bautismo, antes de que nosotros pudiéramos hacer nada de bueno (Jn 20,19-23). El perdón de Dios ha sido el gran signo de su amor y ha tenido lugar con el don del Hijo y del Espíritu. Éste derrama en nuestros corazones el amor de Dios. Pidamos en esta Eucaristía que el Espíritu sigue renovando su Iglesia para que sea siempre joven y promueva iniciativas nuevas según las necesidades de estos tiempos.
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