Los derechos de las naciones Discurso de S.S. Juan Pablo II ante la Asamblea general de las Naciones Unidas Señor presidente; ilustres señoras y señores:
1. Es un honor para mí tomar la palabra en esta Asamblea de los pueblos, para celebrar con los hombres y mujeres de todos los países, razas, lenguas y culturas, los cincuenta años de la fundación de la Organización de las Naciones Unidas. Soy plenamente consciente de que, hablando a esta respetable Asamblea, tengo la oportunidad de dirigirme, en cierto sentido, a toda la familia de los pueblos de la tierra. Mi palabra, que quiere ser signo de la estima y del interés de la Sede apostólica y de la Iglesia católica por esta institución, se une de buen grado a la voz de quienes ven en la ONU la esperanza de un futuro mejor para la sociedad de los hombres. Expreso un profundo agradecimiento, en primer lugar, al secretario general, doctor Butros Butros Gali, por haber alentado vivamente mi visita. Estoy también agradecido a usted, señor presidente, por la cordial bienvenida con la que me ha acogido en esta eminente reunión. Saludo asimismo a todos ustedes y les expreso mi reconocimiento por su presencia y por su amable atención. He venido hoy entre ustedes con el deseo de ofrecer mi contribución a la significativa profundización sobre la historia y el papel de esta Organización, que acompaña y enriquece la celebración de este aniversario. La Santa Sede, en virtud de la misión específicamente espiritual que la hace mirar solícitamente al bien integral de cada ser humano, ha sostenido decididamente, desde el principio, los ideales y objetivos de la Organización de las Naciones Unidas. La finalidad y modo de actuación, obviamente, son diversos, pero la común preocupación por la familia humana, abre constantemente a la Iglesia y a la ONU vastas áreas de colaboración. Es este convencimiento el que orienta y anima mi reflexión de hoy. Ésta no se detendrá en cuestiones específicas sociales, políticas o económicas, sino más bien en las consecuencias que los cambios extraordinarios acaecidos en los años recientes tienen para el presente y el futuro de toda la humanidad. Un patrimonio común de la humanidad
2. Señoras y señores, en el umbral de un nuevo milenio somos testigos de cómo aumenta de manera extraordinaria y global la búsqueda de libertad, que es una de las grandes dinámicas de la historia del hombre. Este fenómeno no se limita a una sola parte del mundo, ni es expresión de una única cultura. Al contrario, en cada rincón de la tierra hombres y mujeres, aunque amenazados por la violencia, han afrontado el riesgo de la libertad, pidiendo que les fuera reconocido el espacio en la vida social, política y económica que les corresponde por su dignidad de personas libres. Esta búsqueda universal de libertad es verdaderamente una de las características que distinguen nuestro tiempo. En mi anterior visita a las Naciones Unidas, el 2 de octubre de 1979, tuve ocasión de poner de relieve cómo la búsqueda de libertad en nuestro tiempo tiene su fundamento en aquellos derechos universales de los que el hombre goza por el simple hecho de serlo.En Asia y en África, en América, en Oceanía y en Europa, hombres y mujeres Fue precisamente la barbarie cometida contra la dignidad humana lo que llevó a la Organización de las Naciones Unidas a formular, apenas tres años después de su constitución, la Declaración universal de los derechos del hombre que continúa siendo en nuestro tiempo una de las más altas expresiones de la conciencia humana.
En Asia y en África, en América, en Oceanía y en Europa, hombres y mujeres decididos y valientes han apelado a esta Declaración para dar fuerza a las reivindicaciones de una mayor participación en la vida de la sociedad.
3. Es importante para nosotros comprender lo que podríamos llamar la estructura interior de este movimiento mundial. Una primera y fundamental «clave» de la misma nos la ofrece precisamente su carácter planetario, confirmando que existen realmente unos derechos humanos universales, enraizados en la naturaleza de la persona, en los cuales se reflejan las exigencias objetivas e imprescindibles de una ley moral universal. Lejos de ser afirmaciones abstractas, estos derechos nos dicen más bien algo importante sobre la vida concreta de cada hombre y de cada grupo social. Nos recuerdan también que no vivimos en un mundo irracional o sin sentido, sino que, por el contrario, hay una lógica moral que ilumina la existencia humana y hace posible el diálogo entre los hombres y entre los pueblos. Si queremos que un siglo de constricción deje paso a un siglo de persuasión, debemos encontrar el camino para discutir, con un lenguaje comprensible y común, acerca del futuro del hombre. La ley moral universal, escrita en el corazón del hombre, es una especie de «gramática» que sirve al mundo para afrontar esta discusión sobre su mismo futuro.
En este sentido, es motivo de seria preocupación el hecho de que hoy algunos nieguen la universalidad de los derechos humanos, así como niegan que haya una naturaleza humana común a todos. Ciertamente, no hay un único modelo de organización política y económica de la libertad humana, ya que culturas diferentes y experiencias históricas diversas dan origen, en una sociedad libre y responsable, a diferentes formas institucionales. Pero una cosa es afirmar un legítimo pluralismo de «formas de libertad», y otra cosa es negar el carácter universal o inteligible de la naturaleza del hombre o de la experiencia humana. Esta segunda perspectiva hace muy difícil, o incluso imposible, una política internacional de persuasión.
Asumir el riesgo de la libertad
4. Las dinámicas morales de la búsqueda universal de la libertad han aparecido claramente en Europa central y oriental con las revoluciones no violentas de 1989. Aquellos históricos acontecimientos, acaecidos en tiempos y lugares determinados, han ofrecido, no obstante, una lección que va más allá de los confines de un área geográfica específica. Las revoluciones no violentas de 1989 han demostrado que la búsqueda de la libertad es una exigencia ineludible que brota del reconocimiento de la inestimable dignidad y valor de la persona humana, y acompaña siempre el compromiso en su favor. El totalitarismo moderno ha sido, antes que nada, una agresión a la dignidad de la persona, una agresión que ha llegado incluso a la negación del valor inviolable de su vida. Las revoluciones de 1989 han sido posibles por el esfuerzo de hombres y mujeres valientes, que se inspiraban en una visión diversa y, en última instancia, más profunda y vigorosa: la visión del hombre como persona inteligente y libre, depositaria de un misterio que la transciende, dotada de la capacidad de reflexionar y de elegir y, por tanto, capaz de sabiduría y de virtud. Decisiva, para el éxito de aquellas revoluciones no violentas, fue la experiencia de la solidaridad social: ante regímenes sostenidos por la fuerza de la propaganda y del terror, aquella solidaridad constituyó el núcleo moral del «poder de los no poderosos», fue una primicia de esperanza y es un aviso sobre la posibilidad que el hombre tiene de seguir, en su camino a lo largo de la historia, la vía de las más nobles aspiraciones del espíritu humano.
Mirando hoy aquellos acontecimientos desde este privilegiado observatorio mundial, es imposible no ver la coincidencia entre los valores que han inspirado aquellos movimientos populares de liberación y muchas de las obligaciones morales escritas en la Carta de las Naciones Unidas. Pienso, por ejemplo, en la obligación de «reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana»; como también en el deber de «promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de libertad» (Preámbulo). Los cincuenta y un Estados que fundaron esta Organización en 1945 encendieron verdaderamente una antorcha, cuya luz puede dispersar las tinieblas causadas por la tiranía, luz que puede indicar la vía de la libertad, de la paz y de la solidaridad.
Los derechos de las naciones
5. La búsqueda de la libertad en la segunda mitad del siglo XX ha comprometido no sólo a los individuos, sino también a las naciones. A cincuenta años del final de la segunda guerra mundial es importante recordar que aquel conflicto tuvo su origen en violaciones de los derechos de las naciones. Muchas de ellas sufrieron tremendamente por la única razón de ser consideradas «otras». Crímenes terribles fueron cometidos en nombre de doctrinas nefastas, que predicaban la «inferioridad» de algunas naciones y culturas. En cierto sentido se puede decir que la Organización de las Naciones Unidas nació de la convicción de que semejantes doctrinas eran incompatibles con la paz; y el esfuerzo de la Carta por «preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra»(Preámbulo) implicaba seguramente el compromiso moral de defender a cada nación y cultura de agresiones injustas y violentas.
Por desgracia, incluso después del final de la segunda guerra mundial, los derechos de las naciones han continuado siendo violados. Por poner sólo algunos ejemplos, los Estados Bálticos y amplios territorios de Ucrania y Bielorrusia fueron absorbidos por la Unión Soviética, como había sucedido ya con Armenia, Azerbaiyán y Georgia en el Cáucaso. Simultáneamente, las llamadas «democracias populares» de Europa central y oriental perdieron de hecho su soberanía y se les exigió someterse a la voluntad que dominaba el bloque entero. El resultado de esta división artificial de Europa fue la «guerra fría», es decir, una situación de tensión internacional en la que la amenaza del holocausto nuclear estaba suspendida sobre la cabeza de la humanidad. Sólo cuando se restableció la libertad para las naciones de Europa central y oriental, la promesa de paz, que debería haber llegado con el final de la guerra, comenzó a concretarse para muchas de las víctimas de aquel conflicto.
6. La Declaración universal de los derechos del hombre, adoptada en 1948, ha tratado de manera elocuente de los derechos de las personas, pero todavía no hay un análogo acuerdo internacional que afronte de modo adecuado los derechos de las naciones. Se trata de una situación que debe ser considerada atentamente, por las urgentes cuestiones que conlleva acerca de la justicia y la libertad en el mundo contemporáneo.
y de las naciones se ha presentado repetidamente a la conciencia de la humanidad, suscitando también unaEn realidad, el problema del pleno reconocimiento de los derechos de los pueblos notable reflexión ético-jurídica. Pienso en el debate desarrollado durante el concilio de Constanza en el siglo XV, cuando los representantes de la Academia de Cracovia, encabezados por Pawel Wlodkowic, defendieron con tesón el derecho a la existencia y a la autonomía de ciertas poblaciones europeas. Muy conocida es también la reflexión llevada a cabo, en aquella misma época, por la Universidad de Salamanca en relación con los pueblos del nuevo mundo. En nuestro siglo, además, ¿cómo no recordar la palabra profética de mi predecesor Benedicto XV, que en el transcurso de la primera guerra mundial recordaba a todos que «las naciones no mueren», e invitaba a «ponderar con conciencia serena los derechos y las justas aspiraciones de los pueblos»? (A los pueblos beligerantes y a sus jefes, 28 de julio de 1915).
7. El problema de las nacionalidades se sitúa hoy en un nuevo horizonte mundial, caracterizado por una fuerte «movilidad», que hace los mismos confines étnico-culturales de los diversos pueblos cada vez menos definidos, debido al impulso de múltiples dinamismos como las migraciones, los medios de comunicación social y la mundialización de la economía. Sin embargo, en este horizonte de universalidad vemos precisamente surgir con fuerza la acción de los particularismos étnico-culturales, casi como una necesidad impetuosa de identidad y de supervivencia, una especie de contrapeso a las tendencias homologadoras. Es un dato que no se debe infravalorar, como si fuera un simple residuo del pasado, éste requiere más bien ser analizado, para una reflexión profunda a nivel antropológico y ético-jurídico.
Esta tensión entre particular y universal se puede considerar inmanente al ser humano. La naturaleza común mueve a los hombres a sentirse, tal como son, miembros de una única gran familia. Pero por la concreta historicidad de esta misma naturaleza, están necesariamente ligados de un modo más intenso a grupos humanos concretos; ante todo la familia, después los varios grupos de pertenencia, hasta el conjunto del respectivo grupo étnico-cultural, que, no por casualidad, indicado con el término «nación» evoca el «nacer», mientras que indicado con el término «patria» («fatherland»), evoca la realidad de la misma familia. La condición humana se sitúa así entre estos dos polos —la universalidad y la particularidad— en tensión vital entre ellos; tensión inevitable, pero especialmente fecunda si se vive con sereno equilibrio.
8. Sobre este fundamento antropológico se apoyan también los «derechos de las naciones», que no son sino los «derechos humanos» considerados a este específico nivel de la vida comunitaria. Una reflexión sobre estos derechos ciertamente no es fácil, teniendo en cuenta la dificultad de definir el concepto mismo de «nación», que no se identifica a priori y necesariamente con el de Estado. Es, sin embargo, una reflexión improrrogable, si se quieren evitar los errores del pasado y tender a un orden mundial justo.
Presupuesto de los demás derechos de una nación es ciertamente su derecho a la existencia: nadie, pues, —un Estado, otra nación, o una organización internacional— puede pensar legítimamente que una nación no sea digna de existir. Este derecho fundamental a la existencia no exige necesariamente una soberanía estatal, siendo posibles diversas formas de agregación jurídica entre diferentes naciones, como sucede por ejemplo en los Estados federales, en las Confederaciones, o en Estados caracterizados por amplias autonomías regionales. Puede haber circunstancias históricas en las que agregaciones distintas de una soberanía estatal sean incluso aconsejables pero con la condición de que eso suceda en un clima de verdadera libertad, garantizada por el ejercicio de la autodeterminación de los pueblos. El derecho a la existencia implica naturalmente para cada nación también el derecho a la propia lengua y cultura, mediante las cuales un pueblo expresa y promueve lo que llamaría su originaria «soberanía» espiritual. La historia demuestra que en circunstancias extremas (como aquellas que se han visto en la tierra donde he nacido), es precisamente su misma cultura lo que permite a una nación sobrevivir a la pérdida de la propia independencia política y económica. Toda nación tiene también consiguientemente derecho a modelar su vida según las propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los derechos humanos fundamentales y, en particular, la opresión de las minorías. Cada nación tiene el derecho de construir el propio futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes una educación adecuada.
Pero si los «derechos de la nación» expresan las exigencias vitales de la «particularidad», no es menos importante subrayar las exigencias de la universalidad, expresadas a través de una fuerte conciencia de los deberes que unas naciones tienen con otras y con la humanidad entera. El primero de todos es, ciertamente, el deber de vivir con una actitud de paz, de respeto y de solidaridad con las otras naciones. De este modo el ejercicio de los derechos de las naciones, equilibrado por la afirmación y la práctica de los deberes, promueve un fecundo «intercambio de dones», que refuerza la unidad entre todos los hombres.
El respeto por las diferencias
9. En los diecisiete años pasados, durante mis peregrinaciones pastorales entre las comunidades de la Iglesia católica, he podido entrar en diálogo con la rica diversidad de naciones y culturas de todas las partes del mundo. Desgraciadamente, el mundo debe aprender todavía a convivir con la diversidad, como nos han recordado dolorosamente los recientes acontecimientos en los Balcanes y en África central. La realidad de la «diferencia» y la peculiaridad del «otro» pueden sentirse a veces como un peso, o incluso como una amenaza. El miedo a la «diferencia», alimentado por resentimientos de carácter histórico y exacerbado por las manipulaciones de personajes sin escrúpulos, puede llevar a la negación de la humanidad misma del «otro», con el resultado de que las personas entran en una espiral de violencia de la que nadie —ni siquiera los niños— se libra. Tales situaciones nos son hoy bien conocidas, y en mi corazón y en mis oraciones están presentes en este instante de modo especial los sufrimientos de las martirizadas poblaciones de Bosnia-Herzegovina.
Por amarga experiencia, por tanto, sabemos que el miedo a la «diferencia», especialmente cuando se expresa mediante un reductivo y excluyente nacionalismo que niega cualquier derecho al «otro», puede conducir a una verdadera pesadilla de violencia y de terror. Y sin embargo, si nos esforzamos en valorar las cosas con objetividad, podemos ver que, más allá de todas las diferencias que caracterizan a los individuos y los pueblos, hay una fundamental dimensión común,ya que las varias culturas no son en realidad sino modos diversos de afrontar la cuestión del significado de la existencia personal. Precisamente aquí podemos identificar una fuente del respeto que es debido a cada cultura y a cada nación: toda cultura es un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y, en particular, del hombre: es un modo de expresar la dimensión trascendente de la vida humana. El corazón de cada cultura está constituido por su acercamiento al más grande de los misterios: el misterio de Dios.
10. Por tanto, nuestro respeto por la cultura de los otros está basado en nuestro respeto por el esfuerzo que cada comunidad realiza para dar respuesta al problema de la vida humana. En este contexto nos es posible constatar lo importante que es preservar el derecho fundamental a la libertad de religión y a la libertad de conciencia, como pilares esenciales de la estructura de los derechos humanos y fundamento de toda sociedad realmente libre. A nadie le está permitido conculcar estos derechos usando el poder coactivo para imponer una respuesta al misterio del hombre.
Querer ignorar la realidad de la diversidad —o, peor aún, tratar de anularla— significa excluir la posibilidad de sondear las profundidades del misterio de la vida humana. La verdad sobre el hombrees el criterio inmutable con el que todas las culturas son juzgadas, pero cada cultura tiene algo que enseñar acerca de una u otra dimensión de aquella compleja verdad. Por tanto la «diferencia», que algunos consideran tan amenazadora, puede llegar a ser, mediante un diálogo respetuoso, la fuente de una comprensión más profunda del misterio de la existencia humana.
11. En este contexto es necesario aclarar la divergencia esencial entre una forma peligrosa denacionalismo, que predica el desprecio por las otras naciones o culturas, y el patriotismo, que es, en cambio, el justo amor por el propio país de origen. Un verdadero patriotismo nunca trata de promover el bien de la propia nación en perjuicio de otras. En efecto, esto terminaría por acarrear daño también a la propia nación, produciendo efectos perniciosos tanto para el agresor como para la víctima. El nacionalismo, especialmente en sus expresiones más radicales, se opone por tanto al verdadero patriotismo, y hoy debemos empeñarnos en hacer que el nacionalismo exacerbado no continúe proponiendo, con formas nuevas, las aberraciones del totalitarismo. Es un compromiso que vale, obviamente, incluso cuando se asume, como fundamento del nacionalismo, el mismo principio religioso, como por desgracia sucede en ciertas manifestaciones del llamado «fundamentalismo».
Libertad y verdad moral
12. Señoras y señores, la libertad es la medida de la dignidad y de la grandeza del hombre.Vivir la libertad que los individuos y los pueblos buscan es un gran desafío para el crecimiento espiritual del hombre y para la vitalidad moral de las naciones. La cuestión fundamental, que hoy todos debemos afrontar, es la del uso responsable de la libertad, tanto en su dimensión personal, como social. Es necesario, por tanto, que nuestra reflexión se centre sobre la cuestión de laestructura moral de la libertad, que es la arquitectura interior de la cultura de la libertad.
La libertad no es simplemente ausencia de tiranía o de opresión, ni es licencia para hacer todo lo que se quiera. La libertad posee una «lógica» interna que la cualifica y la ennoblece: está ordenada a la verdad y se realiza en la búsqueda y en el cumplimiento de la verdad. Separada de la verdad de la persona humana, la libertad decae en la vida individual en libertinaje y en la vida política, en la arbitrariedad de los más fuertes y en la arrogancia del poder. Por eso, lejos de ser una limitación o amenaza a la libertad, la referencia a la verdad sobre el hombre, —verdad que puede ser conocida universalmente gracias a la ley moral inscrita en el corazón de cada uno— es, en realidad, la garantía del futuro de la libertad.
13. Bajo esta perspectiva se entiende que el utilitarismo, doctrina que define la moralidad no en base a lo que es bueno sino en base a lo que aporta una ventaja, sea una amenaza a la libertad de los individuos y de las naciones, e impida la construcción de una verdadera cultura de la libertad. El utilitarismo tiene consecuencias políticas a menudo negativas, porque inspira un nacionalismo agresivo, en base al cual el someter una nación más pequeña o más débil es considerado como un bien simplemente porque responde a los intereses nacionales. No menos graves son las consecuencias del utilitarismo económico, que lleva a los países más fuertes a condicionar y aprovecharse de los más débiles.
Frecuentemente estas dos formas de utilitarismo van juntas, y es un fenómeno que ha caracterizado notoriamente las relaciones entre el «Norte» y el «Sur» del mundo. Para las naciones en vías de desarrollo el alcanzar la independencia política a menudo ha implicado de hecho una dependencia económica de otros países. Se debe subrayar que, en algunos casos, las áreas en vías de desarrollo han sufrido incluso tal retroceso que algunos Estados carecen de medios para hacer frente a las necesidades esenciales de sus pueblos. Semejantes situaciones ofenden la conciencia de la humanidad y plantean un formidable desafío moral a la familia humana. Afrontar este desafío requiere obviamente cambios tanto en las naciones en vías de desarrollo como en las económicamente más avanzadas. Si las primeras saben ofrecer garantías seguras de gestión correcta de los recursos y ayudas, así como de respeto de los derechos humanos, pasando, donde sea necesario, de formas de gobierno injustas, corruptas o autoritarias a otras de tipo participativo y democrático, ¿no es acaso verdad que de este modo se dará vía libre a los mejores recursos civiles y económicos de la propia gente? Y los países ya desarrollados, ¿no deben acaso madurar, por su parte, en esta perspectiva, actitudes no sujetas a lógicas puramente utilitaristas sino caracterizadas por sentimientos de mayor justicia y solidaridad?
Ciertamente, ilustres señoras y señores, es necesario que en el panorama económico internacional se imponga una ética de la solidaridad, si se quiere que la participación, el crecimiento económico, y una justa distribución de los bienes caractericen el futuro de la humanidad. La cooperación internacional, auspiciada por la Carta de las Naciones Unidas «para la solución de problemas internacionales de carácter económico, social, cultural o humanitario» (art. 1,3), no puede ser concebida exclusivamente como ayuda o asistencia, o incluso mirando a las ventajas de contrapartida por los recursos puestos a disposición. Cuando millones de personas sufren la pobreza —que significa hambre, desnutrición, enfermedad, analfabetismo y miseria— debemos no sólo recordar que nadie tiene derecho a explotar al otro en beneficio propio, sino también y sobre todo reafirmar nuestro compromiso con la solidaridad que permite a los otros vivir en las concretas circunstancias económicas y políticas; nuestro compromiso con la creatividad, que es una característica de la persona humana y que hace posible la riqueza de las naciones.
Las Naciones Unidas y el futuro de la libertad
14. Ante estos enormes desafíos, ¿cómo no reconocer el papel que corresponde a la Organización de las Naciones Unidas? A cincuenta años de su institución, se ve aún más su necesidad, pero se ve aún mejor, conforme a la experiencia realizada, que la eficacia de este máximo instrumento de síntesis y coordinación de la vida internacional depende de la cultura y de la ética internacional en la que se basa y que expresa. Es necesario que la Organización de las Naciones Unidas se eleve cada vez más de la fría condición de institución de tipo administrativo a la de centro moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan como en su casa, desarrollando la conciencia común de ser, por así decir, una «familia de naciones». El concepto de «familia» evoca inmediatamente algo que va más allá de las simples relaciones funcionales o de la mera convergencia de intereses. La familia es, por su naturaleza, una comunidad fundada en la confianza recíproca, en el apoyo mutuo y en el respeto sincero. En una auténtica familia no existe el dominio de los fuertes; al contrario, los miembros más débiles son, precisamente por su debilidad, doblemente acogidos y ayudados.
Son éstos, trasladados al nivel de la «familia de las naciones», los sentimientos que deben construir, antes aún que el mero derecho, las relaciones entre los pueblos. La ONU tiene el cometido histórico, quizás epocal, de favorecer este salto de cualidad de la vida internacional, no sólo actuando como centro de mediación eficaz para la solución de los conflictos, sino también promoviendo aquellas actitudes, valores e iniciativas concretas de solidaridad que sean capaces de elevar las relaciones entre las naciones desde el nivel «organizativo» al, por así decir, «orgánico»; desde la simple «existencia con» a la «existencia para» los otros, en un fecundo intercambio de dones, ventajoso sobre todo para las naciones más débiles, pero en definitiva favorecedor de bienestar para todos.
15. Sólo con esta condición se superarán no únicamente las «guerras combatidas», sino también las «guerras frías»; no sólo la igualdad de derecho entre todos los pueblos, sino también su activa participación en la construcción de un futuro mejor; no sólo el respeto de cada una de las identidades culturales, sino su plena valorización, como riqueza común del patrimonio cultural de la humanidad. ¿No es quizás éste el ideal propuesto por la Carta de las Naciones Unidas, cuando pone como fundamento de la Organización «el principio de la igualdad soberana de todos sus miembros» (art. 2,1), o cuando la compromete a «fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos» (art. 1,2)? Es ésta la vía maestra que debe ser recorrida hasta el fondo, incluso con oportunas modificaciones, si fuera necesario, del modelo operativo de las Naciones Unidas, para tener en cuenta todo lo que ha sucedido en este medio siglo, con el asomarse de tantos nuevos pueblos a la experiencia de la libertad en la legítima aspiración a «ser» y a «contar» más.
Que todo esto no parezca una utopía irrealizable. Es la hora de una nueva esperanza, que nos exige quitar del futuro de la política y de la vida de los hombres la hipoteca paralizante del cinismo. Nos invita a esto precisamente el aniversario que estamos celebrando, proponiéndonos de nuevo, con la idea de las «naciones unidas», una idea que habla elocuentemente de mutua confianza, de seguridad y solidaridad. Inspirados por el ejemplo de cuantos han asumido el riesgo de la libertad,¿podríamos nosotros no acoger también el riesgo de la solidaridad, y por tanto el riesgo de la paz?
Más allá del miedo: la civilización del amor
16. Una de las mayores paradojas de nuestro tiempo es que el hombre, que ha iniciado el período que llamamos la «modernidad» con una segura afirmación de la propia «madurez» y «autonomía», se aproxima al final del siglo veinte con miedo de sí mismo, asustado por lo que él mismo es capaz de hacer, asustado ante el futuro. En realidad, la segunda mitad del siglo XX ha visto el fenómeno sin precedentes de una humanidad incierta respecto a la posibilidad misma de que haya un futuro, debido a la amenaza de una guerra nuclear. Aquel peligro, gracias a Dios, parece haberse alejado —y es necesario alejar con firmeza, a nivel universal, todo lo que lo pueda volver a acercar, si no reactivar—, pero permanece sin embargo el miedo por el futuro y del futuro.
Para que el milenio que está ya a las puertas pueda ser testigo de un nuevo auge del espíritu humano, favorecido por una auténtica cultura de la libertad, la humanidad debe aprender a vencer el miedo. Debemos aprender a no tener miedo, recuperando un espíritu de esperanza y confianza. La esperanza no es un vano optimismo, dictado por la confianza ingenua de que el futuro es necesariamente mejor que el pasado. Esperanza y confianza son la premisa de una actuación responsable y tienen su apoyo en el íntimo santuario de la conciencia, donde «el hombre está solo con Dios» (Cons. past. Gaudium et spes, 16), y por eso mismo intuye que no está solo entre los enigmas de la existencia, porque está acompañado por el amor del Creador.
Esperanza y confianza podrían parecer argumentos que van más allá de los fines de las Naciones Unidas. En realidad no es así, porque las acciones políticas de las naciones, argumento principal de las preocupaciones de vuestra Organización, siempre tienen que ver también con la dimensión trascendente y espiritual de la experiencia humana, y no podrían ignorarla sin perjudicar a la causa del hombre y de la libertad humana. Todo lo que empequeñece al hombre daña la causa de la libertad. Para recuperar nuestra esperanza y confianza al final de este siglo de sufrimientos, debemos recuperar la visión del horizonte trascendente de posibilidades al cual tiende el espíritu humano.
17. Como cristiano, además, no puedo no testimoniar que mi esperanza y mi confianza se fundan en Jesucristo, de cuyo nacimiento se celebrarán los dos mil años al alba del nuevo milenio. Nosotros, los cristianos, creemos que en su muerte y resurrección han sido plenamente revelados el amor de Dios y su solicitud por toda la creación. Jesucristo es para nosotros Dios hecho hombre, que ha entrado en la historia de la humanidad. Precisamente por esto la esperanza cristiana respecto al mundo y su futuro se extiende a cada persona humana. No hay nada auténticamente humano que no tenga eco en el corazón de los cristianos. La fe en Cristo no nos empuja a la intolerancia; al contrario, nos obliga a mantener con los demás hombres un diálogo respetuoso. El amor por Cristo no nos aparta del interés por los demás, sino más bien nos invita a preocuparnos por ellos, sin excluir a nadie y privilegiando si acaso a los más débiles y a los que sufren. Por tanto, mientras nos acercamos al bimilenario del nacimiento de Cristo, la Iglesia no pide más que poder proponer respetuosamente este mensaje de la salvación, y promover con espíritu de caridad y servicio la solidaridad de toda la familia humana.
Señoras y señores, estoy ante ustedes al igual que mi predecesor el Papa Pablo VI hace exactamente treinta años, no como uno que tiene poder temporal —son palabras suyas— ni como un líder religioso que invoca especiales privilegios para su comunidad. Estoy aquí ante ustedes como un testigo: testigo de la dignidad del hombre, testigo de esperanza, testigo de la convicción de que el destino de cada nación está en las manos de la Providencia misericordiosa.
18. Debemos vencer nuestro miedo del futuro. Pero no podremos vencerlo del todo si no es juntos. La «respuesta» a aquel miedo no es la coacción, ni la represión o la imposición de un único «modelo» social al mundo entero. La respuesta al miedo que ofusca la existencia humana al final del siglo es el esfuerzo común por construir la civilización del amor, fundada en los valores universales de la paz, de la solidaridad, de la justicia y de la libertad. Y el «alma» de la civilización del amor es la cultura de la libertad: la libertad de los individuos y de las naciones, vivida en una solidaridad y responsabilidad oblativas.
No debemos tener miedo del futuro. No debemos tener miedo del hombre. No es casualidad que nos encontremos aquí. Cada persona ha sido creada a «imagen y semejanza» de Aquel que es el origen de todo lo que existe. Tenemos en nosotros la capacidad de sabiduría y de virtud. Con estos dones, y con la ayuda de la gracia de Dios, podemos construir en el siglo que está por llegar y para el próximo milenio una civilización digna de la persona humana, una verdadera cultura de la libertad. ¡Podemos y debemos hacerlo! Y, haciéndolo, podremos darnos cuenta de que las lágrimas de este siglo han preparado el terreno para una nueva primavera del espíritu humano.
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